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martes, 26 de abril de 2011

Fragmento de la descripción de la casa de Doña Rosalía, para "La Hora del Diablo"

“En el zaguán del frente había dos grandes faroles de hierro pintado de negro, que, en las noches de verano, manchaban con su cálida luz amarillenta las paredes de piedra de la casa. Había también una enorme hiedra sobre el muro del huerto (achacoso e inclinado) y unos viejos cipreses, llenándose de años y líquenes.
Más allá, el enorme patio con aljibe al centro y unos canteritos a la francesa poblados de malvones, geranios y dalias, y quién sabe qué otras flores cuyo nombre u olvidé o nunca supe, pero que aun pueblan con su presencia (sus múltiples trazas de color) este recuerdo.
A la entrada, un par de puertas se abrían sobre el ancho vestíbulo de losas cuyos intricados diseños formaban un hermoso mosaico.
La de la izquierda daba al escritorio, conservado en su aspecto decimonónico, con un gran escritorio de caoba, un par de bustos de bronce, el secante, el lapicero. Detrás, la ventana con la estera a medio levantar que dejaba entrar la luz, tenue, por entre el visillo amarillento.
La de la derecha se abría a la sala, con sus muebles acolchonados de forro rojo oscuro y madera de nogal, y ese olor a tela guardada, y esos óleos con marinas y prados en las paredes penumbrosas.
El patio se hallaba rodeado por un pórtico con pilares de ladrillo, techado de tejas lisas, algunas desencajadas y pobladas de yuyos, que solo se veían desde el fondo entre los viejos higuerones…
El añejo caserón dominaba la esquina en lo alto.
En la otra cuadra, recuerdo que había un almacén con club de bochas. Los veteranos se reunían allí bajo la sombra de dos grandes paraísos a liar tabaco y conversar eternamente de lo mismo, con sus eternas camisas a rayas y sus, también eternos, vasos de vino tinto.
Era un lindo tramo de la calle, que caía en bajada hacia el arroyo sombreado de árboles a lo largo de su trayecto, con sus veredas destartaladas, levantadas entre las viejas raíces... “