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martes, 15 de marzo de 2011

Fregmento de " La Hora del Diablo"

Había llovido y los zanjones todavía estaban llenos de agua verde y de mosquitos.
Recostado indolentemente contra el tronco de un paraíso que parecía querer envolverlo en sus ramas, el hombre rebuscó en un bolsillo y luego encendió un cigarro que, por un momento, alumbró, tenue, fantasmalmente su rostro.
Desde la plaza le llegaba el eco distante de los tablados y casi podía sentir en los ojos el reflejo de las guirnaldas y todo febrero desparramado en el arrabal, llenándose de humo y griterías, y se imaginaba el calor de las fogatas, el olor de las parrillas, los fuegos artificiales...
Pero allá, en los bordes de la noche, el aire estaba fresco y olía a río. Había un susurro de copas negras y ropa que coleteaba al viento en las cuerdas, y un silencio calle abajo donde se entreveraban distantes el ladrar de los perros y alguna que otra luz, parpadeante y amarilla.
El hombre entrecerró los ojos y pitó largo y tendido, mientras su mirada se le iba despacio cuesta arriba, recorriendo el pellejo convexo de la calle de balasto, sus pozos y sus toscas, sus esquinas sin ochava con esos farolitos herrumbrados y solos.
Suspiró y siguió esperando. Desde una casa se oía una música tibia que se desmadejaba en el aire, mezclada con recuerdos dulces, la reminiscencia de otros veranos goteando por los porches, la humedad en los revoques verdes del paredón, el nombre de una muchacha y el olor a intemperie de su piel como de maderas al sol, el bulto de sus caderas bajo sus manos, su voz susurrándole al oído...
Se quedó pensando en eso un momento, mirando sin mirar la brasa del cigarrillo, mientras toda la noche se abría como un manto lleno de arcanos presagios, atajos que llevaban a viejas patrias perdidas, lugares que creía casi olvidados...