Hay quién lamenta la muerte como algo terminal, terminante, increíblemente arbitrario... pero nuestra muerte estaba ya cantada desde tiempos remotos, desde eras inmemoriales, por juglares oscuros que no sabían siquiera nuestros nombres.
No es terminante. Nuestra esencia (sea lo que fuere) flota como un vaho por encima de nuestro cadáver e impregna, cuando puede, a los transeúntes. Lo que fuimos, lo que pudimos ser, lo que indefectiblemente no fuimos, todo eso queda latente, colgado del aire que una vez respiramos. Y todo eso pasa de voz en voz, de aliento en aliento...
No, no somos nada, somos todo, somos todos. Somos todo el polvo al que otros volvieron, la brizna, la podredumbre, el dolor. Somos toda la culpa con la que cargaron y que también heredaron de otros, somos ellos, los futuros muertos, los que estarán dentro de las tumbas cuando alguien llegue a preguntar (preguntarse) qué somos.